
PELO BLANCO
Es un mundo posapocalíptico donde solo queda una puerta

Era un día como cualquiera, miércoles en la tarde. Los niños en la plaza jugando. Sus cuidadores, atentos. La ligera brisa de la primavera era una caricia en la cara. Por eso nadie notó las primera señales: el trinar de los pájaros, las corridas de los perros callejeros, la inquietud de los caballos. Sólo reaccionaron cuando vieron las ratas correr a toda velocidad por las veredas. Rostros llenos de horror fueron a buscar a los suyos.
A esa alerta instintiva le siguió un movimiento en el suelo; primero vibración, luego ligeras sacudidas que se tornaron más violentas. Cuando la Tierra comenzó a hundirse ya no había horror, solo miedo. La plaza desapareció en menos de 5 segundos, llevándose con ella varias vidas. Parada en la ventana del living presencié toda la escena. La caja con las últimas cosas de mis padres para donar se me desprendió de las manos. Y eso es lo último que recuerdo de aquel día. Me dijeron que estuve algunas horas entre los escombros de la casa de mi infancia. Me encontraron porque mi cadenita brilló con la luz de la linterna. Tengo algunas memorias espaciadas e imprecisas de cuando me sacaron. Si recuerdo cuando estuve en el hospital de campaña poco más de 1 día.
Luego, un helicóptero me llevó con lo que tenía: mi empolvada campera, remera, jeans rotos en una pierna y zapatillas. Me dejaron en un gran cráter donde había mucha gente. Algunos troncos en el suelo y algo de vegetación se distinguía entre la tierra árida. Un pequeño curso de agua a la derecha otorgaba vida a sus orillas. En un extremo una puerta de grandes dimensiones, en el otro se perdía la gente en el horizonte. Tardé en darme cuenta que era una fila: me lo hicieron notar los acusadores comentarios sobre "la colada", que resulté ser yo. Las personas que estaban en los primeros lugares se mostraban celosas de su posición, al parecer era importante ese lugar. Con sus distinguidos trajes y peinados de salón, me dieron a entender enseguida que no era bienvenida. Antes de que el enojo de acrecentara, decidí dirigirme al último lugar.
Afortunadamente no todos eran así. Había familias, ancianos, personas que acarreaban changuitos y hasta perros. Me llamó la atención una chica que cantaba a los gritos una canción muy fea. Sin embargo, me hizo reír. Solía cantarla de chiquita para hacer enojar a mis padres ¡Los extrañaba tanto!
No sabía muy bien por qué la Tierra se había hundido, pero al parecer era generalizado. Los helicópteros seguían llevando gente. Caminé unas cuantas horas hasta que finalmente oscureció y tuve que acostarme al lado de la fila. La puerta ya no se veía. Los demás también se acostaron. Allí, en la cerrada noche y rodeada de gente, me sentí más sola que nunca
El calor de los primeros rayos de sol en la cara, me despertó. A mi lado, alguien había dejado una banana, un sándwich y una botella con agua. En la fila todos estaban desayunando lo mismo que yo. Caminé unas horas más, no se veía el final. Cada desnivel del terreno que superaba, me dejaba ver otra vez una hilera sin fin. De hecho, tardé 3 días más en llegar.
Un hombre de pelo blanco estaba parado en el último lugar. Cuando me dispuse a colocarme detrás de él, me ofreció amablemente su lugar. Era la primera vez que alguien me dirigía la palabra desde que había llegado. Se le notaba cansado, pero con buen semblante. Vestía unos jeans gastados, zapatos negros y un cangurito celeste. Por debajo del brazo asomaba un termo y casi salto de la alegría cuando cuando vi que con la otra sostenía un mate. Él lo notó y me ofreció uno con una mirada cómplice. Me pareció el mejor mate de toda mi vida.
Comenzamos a conversar. Aunque, según él, no era muy viejo, le decían Nono desde la adolescencia porque tempranamente empezó a tener canas. Y terminó adoptando el sobrenombre. Intercambiamos las circunstancias en las que nos encontrábamos cuando la Tierra se hundió. Le conté también sobre el fallecimiento de mis padres, unos meses atrás: y él, el de su esposa, unos cuantos años antes. Agradeció, mirando al cielo, que ella no estuviera para ver esta situación.
A cada persona que llegaba, Nono le ofrecía su lugar. Y yo estaba tan cómoda con él ahí, que terminaba acompañándolo, cada vez más atrás. Supe que era carpintero: "de los de verdad", me dijo, "los que usan las manos". Yo le conté sobre mis planes con la carrera de Ingeniería luego del secundario: pero bueno, pasó lo que pasó y allí estaba. Él consideraba que dentro de toda esta desgracia era afortunada, porque el haber vivido tanta tragedia no me había quitado "mi esencia" (sea lo que sea eso). Las charlas solían ser largas, amenas y sumamente cálidas (incluso las tristes): sin embargo, el silencio también era compañía.
Hasta que dejó de venir gente y comenzamos a avanzar. Supimos que intentaban abrir la puerta pero nadie lo había logrado. Nono no entendía por qué tanto ensañamiento con esa puerta, que seguro lo que estaba detrás no lo merecíamos y por eso no se abría. O, siendo más pesimista, que tal vez lo que ocultaba la puerta era aún peor. No le gustaba hablar de eso, así que fue todo lo que dijo.
Mientras nos acercábamos, seguíamos con nuestra charla, mate de por medio. A veces la fila se estancaba un buen rato. Las personas de adelante comentaban que había peleas en los primeros lugares, producto tal vez, de la frustración de no poder abrirla. Luego de 2 días de avance sostenido, ya se podía ver la famosa puerta, con muchísima gente al costado que ya había tenido su intento. Algunos vendados, heridos por las peleas. De vez en cuando, al sentir la decepción de no poder abrirla, alguno le pegaba una piña o una patada. Y retumbaba como un rugido.
Fueron pasando de a uno hasta que llegó mi turno. No se si por mi charla con Nono, pero no le tenía fe a la puerta. Tampoco interés o curiosidad. Pero me dispuse a hacerlo, se respiraba la hostilidad en el ambiente y temía por las consecuencias al negarme a hacerlo. Caminé despacio, subí la lomadita y tomé el picaporte. Era frío. Giré.... y nada. Me invadió un sentimiento dual de alivio y temor por las represalias que me hizo voltear de inmediato: todas las miradas estaban en Nono. Era el último que podía intentar abrirla:
-Vamos querida- me dijo tomando mi mano. Se disponía a retirarse pero la muchedumbre le exigía tomar su turno. Nono se negaba una y otra vez. Las personas se tornaron muy impacientes y comenzaron a insultarlo. Nono estaba indignado
-No entiendo por qué tanto lío con abrir esta puerta, si es un mamarracho lo que hay detrás. Acá estamos bien. Hay agua, comida ¿Qué más queremos?- Hubo un silencio seguido de gritos hacia Nono, querían saber si conocía lo que escondía la puerta:
-Por supuesto, ya les dije, un mamarracho.
Quiso retirarse otra vez, pero 4 hombres lo sujetaron y lo llevaron a rastras a la puerta. Su indignación había colmado hasta sus ojos. Las otras personas le tiraban cosas, ofendidos por haberse guardado esa información y negarse a abrir la puerta. Nono luchaba por liberarse, pero quienes lo sostenían eran considerablemente más fuertes que él, Cansado, aturdido y sobre todo decepcionado, llegó a la puerta. Preso de su hastío gritó:
-¿Realmente quieren este mamarracho?- los gritos e insultos seguían. En un iracundo movimiento, tomó el picaporte, giró y abrió la puerta- ¡Les dije que era un mamarracho!- y cerró súbitamente dando un portazo.
Las personas enloquecieron. Como un alud, se fueron sobre Nono: golpes, patadas, arañazos. Yo estaba temblando de miedo y desesperación. Mientras trataba de acercarme, podía ver su cara ensangrentada y con expresión dolorosa. Me llené de tristeza e impotencia, comencé a llorar y suplicar que lo dejaran pero nadie me oía. Lo forzaban una y otra vez a abrir la puerta, él se negaba. Lo golpeaban. Le llevaban la mano a la fuerza, giraban el picaporte, no abría: lo golpeaban otra vez. La secuencia se tornó repetitiva hasta que Nono ya no pudo pararse. La multitud, aún ofendida, se disipó, abandonándolo allí.
Cuando lo vi en el piso, el esfuerzo por contener el llanto fue inútil. Las lágrimas y un profundo dolor me invadieron, lo abracé con fuerza. Traté de decirle que no entendía cómo, habiendo visto semejante mamarracho detrás de la puerta, habían reaccionado así. Con sus últimas fuerzas, Nono me pidió que guardara silencio y que no comparta con nadie lo que había visto al abrir la puerta. Se lo prometí mientras las primera gotas de lluvia caían sobre nosotros. Lo abracé fuerte y sentí su último aliento en mi nuca. Llena de pena y ya con la lluvia intensa, me levanté y comencé a caminar. Las personas volvían a hacer fila. Lucían orgullosas de sus recientes acciones, afirmando que "el viejo lo merecía". Se escuchaba decir "ya alguien abrirá esa puerta".... "si se pudo una vez, se pueden 2". Yo sabía que no era cierto, pero no iba a decir una palabra: se lo había prometido a Nono.
Nadie pudo advertir como la lluvia decoloraba mis rojizos rulos, reemplazándolos por brillantes pelos blancos. Ensimismados en su ira y orgullo, no lograban ver lejos de su ombligo. Seguí caminando hacia el final de la hilera, no quería ver más esa puerta. Cuando llegué al final, mi pelo era totalmente blanco. Con una pequeña sonrisa melancólica, tomé el mate y el termo de Nono. En un penoso silencio, me hice de los primeros mates en completa soledad. El dolor era cada vez más intenso. Unos niños interrumpieron la calma mientras jugaban: "¡Mirá mamá! ¡Mirá la nona!". De a poco, todos en la hilera comenzaron a llamarme así a mis espaldas. Decidí que ese sería mi nombre y permanecería en el último lugar de la fila hasta que muriera. No quería volver a ver ese mamarracho nunca más en mi vida.
FIN Alass, de Libre el Lápiz

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