REGISTRO VITAL

Nuestro relator, en esta oportunidad, se siente infeliz y desea averiguar el motivo

Alass, de Libre El Lápiz

3/14/20236 min read

Estuve tratando de analizar el motivo por el cual me siento tan desdichado. Siempre triste, cabizbajo, al borde de la desolación. Quise sacar un turno con el médico de la familia, pero nunca encontraba un espacio en mi agenda. De igual manera sucedió cuando se me ocurrió que el ejercicio físico podría ayudar. Pero, una tarde me paralicé al escuchar hablar de corrido y con excelente fluidez, a mi pequeño de 2 años. Inicialmente pensé que se trataba de otro niño, algún sobrino, pero sus pecas y su hermosa sonrisa me sacaron de esa confusión. En un segundo, pasé de tener un hijo que no habla, al mejor orador que había visto. La sonrisa no era para mi, si no para Laura. A mi me miraba como si fuese el vecino que está de visita. En ese momento, supe que había sido un padre ausente. Y si, debo admitir que fue desolador. Luego, cada vez que llegaba a mi casa, quería ponerme a jugar con mis hijos, pero el cansancio me vencía y terminaba rendido en cuestión de minutos. Entendí la urgencia de la situación y la necesidad de averiguar la causa de mi... ¿infelicidad?

El siguiente lunes me reporté enfermo en el trabajo. Tal vez suene raro, pero sentí que necesitaba un momento de silencio y pausa de la vida cotidiana, para escucharme. Lo primero que se me ocurrió es que no tenía tiempo para hacer nada. Me senté, lapicera en mano y comencé a escribir en qué invierto ese tiempo: 44% a la actividad laboral (sin incluir las capacitaciones para mantenerme actualizado), 33% a descansar (si tomamos en cuenta las 8 hs diarias recomendadas). Y me queda un mugroso 23% de "tiempo libre", que en realidad no lo es. Porque debo hacer mi parte de los quehaceres de la casa, cocinar de vez en cuando, aseo personal, etc. No quise saber con cuanto tiempo libre real contaba en ese momento, porque me abrumaba lo que podía llegar a encontrar. Ahí comprendí un poco la causa de mi cansancio crónico.

Vi el problema reflejado en mi pequeña libreta y titubié un poco. Era evidente que debía dejar uno de mis trabajos, o disminuir las horas. El temor me invadió, sin embargo así no podía seguir. Una nueva hoja en mi libreta agrupó en 3 columnas las ventajas y desventajas de los 4 empleos. La verdad me golpeó a la cara: debía dejar el de mayor antigüedad. Más miedo, lo volví a analizar. El resultado continuaba ahí, estoico. Lo conversé con Laura y, con una mezcla de sorpresa y alivio, ofreció su apoyo. Testigo de mi tristeza de los últimos meses, se le dibujó una sonrisa en la cara.

Al día siguiente, di aviso a mi inmediato superior con los días de anticipación correspondientes. Me ofreció condiciones nuevas que consideró "beneficios", algunas de ellas las había solicitado en otro momento y las habían negado. Esto hizo que la decisión fuese más fácil, no había vuelta atrás, era un hecho que ya no trabajaría allí. Aunque aún seguía temeroso, sentía ligereza en las piernas que hacía el andar más liviano y placentero. Esa sensación se mantuvo toda la jornada, el aire estaba renovado. Al llegar a casa, tomé la libreta y decidí escribirlo. A fin de recordar ese momento tan agradable. Cuando envié el telegrama, esa energía misteriosa y placentera volvió en una ráfaga. En un acto reflejo, lo volqué en la libreta con la mayor descripción posible.

Las horas que le dedicaba a mi antiguo trabajo, pasaron a ser tiempo con mis hijos. Siempre me sorprendían sus ocurrencias e imaginación. Un día era el capitán de un navío; otro día, la bestia que acechaba en un bosque; y una tarde fui el guía de un grupo de exploradores en Los Alpes. Cuando estábamos por encontrar el tesoro perdido en la montaña; Juliana, mi segunda hija, me dijo que ella pensaba que yo no podía reír. Me abrazó y se alegró que no fuese así. Todos esos momentos comencé a atesorarlos en mi libreta. Describía exactamente lo que habíamos hecho, cómo me había sentido. Cada vez resultaba más fácil y le agregaba más detalles .

Mi relación con Laura mejoró muchísimo. Con mayor tiempo disponible, recordamos de a poco, todo lo que tenemos en común y que aún nos elegimos. Compartimos charlas, mates, viajes y sus planificaciones. Amaba como Laura se detenía a contemplar la naturaleza y respirarla en el jardín. Lo niños eran sumamente curiosos y ella les despejaba cada duda, cada "¿por qué?", invitándolos a mirar y conectar. Esas tardes se transformaron en mi momento favorito de la semana. Como un niño más, dejaba que una vaquita de San Antonio me camine por la mano hasta que decidiera irse, mientras la observaba en silencio. Mi libreta, lentamente, se llenó de momentos hermosos. Cada vez que la releía, me sentía otra vez liviano, realmente feliz. Si, debía ser felicidad.

El miedo a padecer necesidades económicas fue solo eso: miedo. Al salir de la vorágine, de ese tren al que me subí un día y ya no sabía hacia donde iba, me permitió advertir el nivel de consumo innecesario que tenía. Y todas esas cosas que le compraba a mis hijos por culpa y jamás usaban. Entendí que no necesitábamos mucho. Y aprendimos a usar con responsabilidad todos los recursos. Estaba orgulloso de la familia que tenía.

Empecé a prestar atención en el trabajo. Quería registrar los momentos que me generaban bienestar. Por suerte, encontré muchos. Hice el esfuerzo mental delegar lo que podía, de desterrar ese pensamiento que me gritaba que nadie lo podía hacer mejor que yo. Comencé por lo que no disfrutaba, y centré mis energías en lo que si. Ya no hice más horas extras ni me llevé trabajo a casa porque me volví más eficiente. Cambió mi actitud en general: empecé a sonreír, a ser más tolerante. La libreta se llenaba sola, casi.

Laura, que siempre tuvo la capacidad de ver más allá, me recordó que, desde que ella me conocía, quise aprender a tocar la guitarra. Rodeado de niños y adolescentes empecé con mis primeros acordes. Mis compañeros hicieron más sencilla la adaptación. Demoré más que ellos en aprender las cosas, pero me esperaron siempre con mucha paciencia. No pretendí nunca ser un gran músico, sólo saber qué hacer si tengo una guitarra en las manos. Este encuentro con la música y entender que no siempre tengo que ser productivo, fue un nuevo "click" en mi cabeza. Todos, incluidas las mejores clases de guitarra, era cuidadosamente registrado en la libreta. Ya tenía un método muy rápido y me llevaba poco tiempo. Me servía para recordar lo importante.

Cuando llegaron los 40 años, llevaba escritas 3 libretas y los miedos eran solo fantasmas del pasado. La "crisis de la edad" hizo reflotar mi racionalidad, esa necesidad que tengo de construir todo de manera cerebral. Ahí estaba otra vez: lapicera en mano derecha, hoja en blanco al medio y a la izquierda mis libretas. Comencé a contabilizar los tiempos de felicidad y bienestar. Los registros eran muy fieles, fácilmente los pude traducir en minutos, horas, días y meses. Traté de recordar otros momentos previos a la existencia de las libretas y los fui agregando. De mi infancia, adolescencia, nacimientos de mis hijos, todo lo que emergiera. Ya sin tanta precisión, pero exprimiendo cada recuerdo hasta la última gota.

Cifras, sumas, conversiones, borrones, tachas. Me mantuvo ocupado un buen tiempo, pero finalmente di con el número que tanto buscaba. No podía dejar de mirarlo en silencio. Pensaba que había errado algún cálculo. Revisé las cuentas y las conversiones: era el resultado final. Seguidamente entró Laura que sin comprender del todo la situación me miró preocupada. Le expliqué aún con asombro que tenía 40 años, pero que sólo había vivido 7 años, 10 meses, 15 días, 4 horas y 23 minutos.

FIN

Alass, de Libre El Lápiz

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